NANO

Copyright 2006 Mercè Molist.

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Mara toqueteaba su anillo compulsivamente mientras esperaba el diagnóstico. Temía estarse quedando ciega, pero no era exactamente que la oscuridad cerrase sus ojos: veía luces, a veces estridentes, y formas, pero indefinidas. Los resultados no fueron concluyentes. Si tenía una enfermedad, el oculista no sabía cuál. Le recetó quince días a oscuras, en casa, y la despidió como quien tiene delante un extraño especímen.

Era el principio de una pesadilla que, día a día, se haría más viva. Cuando miraba las cosas, incluída su piel, veía arena en movimiento. Si las tocaba, la  sensación era la de siempre pero, a la vista, parecían hervideros de miles de  granos de uva, compactos y pequeñísimos. Los colores del mundo, como los recordaba, no tenían nada que ver con los colores que veía ahora.

Entre sus ojos y los objetos había burbujas, una especie de velo, un vapor, como si viviese dentro de una piscina y el agua deformase su visión. El mundo entero eran construcciones de arena de diferentes tamaños, densidades y  velocidades, unidas en todo tipo de combinaciones. Si bajaba los ojos y miraba al suelo, el susto era mayor: arenas movedizas.

Abrir una luz era un bombardeo, como cuando sacas el polvo y un rayo de sol desvela mil partículas. Incluso verse respirar era un espectáculo: entraban y salían de su nariz veloces burbujitas que venían de la piscina y volvían a ella. En cambio, le era imposible leer un libro. Distinguía el teléfono por su forma, protuberancias y rugosidades, pero no veía los números.





Cinco días después, decidió salir a la calle. De noche, porque de día herían sus ojos veloces y brillantes dardos que, al chocar con los objetos, producían impresionantes explosiones. Bajó por las escaleras, convertidas en un tobogán de  burbujas, y, despacito, agarrada a la barandilla, llegó a la puerta de la calle. La angustia le llenaba el estómago. Abrió el portal y permaneció quieta un buen rato, con los ojos cerrados. Olía el aire familiar de la ciudad, escuchaba el run run del tránsito, todo parecía normal.

Lentamente, abrió los ojos. Ante ella estaba lo que ya conocía: el mundo convertido en una piscina. Temblando, Mara echó a andar, pegada a la pared, pisando con mucho cuidado la arena que eran los adoquines de la ciudad. Como quien pasea por el fondo del mar, como el astronauta que pisa la luna.

Cada coche que pasaba la deslumbraba de una forma salvaje. Andaba y lloraba aferrada a la pared, de espaldas al mundo que se le había vuelto feroz, tropezando con los portales. ¿Qué me pasa, dios, qué me pasa? Cuando llegó a la esquina, se sentó en la acera, sollozando. Una mujer la tocó:
-¿Qué te pasa, chica?
-Que no veo nada -Y se deshizo en lágrimas.
-¿Quieres que te acompañe?
Y así Mara volvió a casa, con los ojos cerrados para no ver lo evidente, cogida del brazo de una extraña.

Subió las escaleras con un cansancio que nunca había sentido. Metió a tientas la llave en la cerradura, abrió la puerta y corrió a la cama. Lloraba, gritaba. ¿Qué me pasa? Imposible llamar a nadie por teléfono, pedir ayuda. Inmensamente sola.

Y aquella noche tan negra, que habría querido que fuese la última, Mara tuvo un sueño en el que veía el mundo como antes. Una mujer vestida de blanco se le acercaba, sonriendo, con una vela encendida y una flor. Le daba la luz y le decía: -Es como un átomo.

Mara abrió los ojos y el dolor la traspasó al descubrir que volvía a estar en la pesadilla de las burbujas. Una oleada de conciencia le recordó el sueño: ¡Átomos! Lo que veía eran átomos y aquel mundo de arena era el mismo mundo en el que había vivido siempre, pero aumentado millones de millones de veces. No era que no viese nada: era que veía demasiado.





Se levantó y abrió la persiana. Necesitaba respirar. Fuera, como todas las noches, se le presentaba una visión extraordinaria: llovían burbujas del cielo. Aficionada a los hechos del universo, sabía que la Tierra está sometida a un bombardeo constante, inaudible e invisible de partículas. ¿Era posible que estuviese viendo el polvo extraterrestre?

Una idea se le metió en la cabeza y fue a la cocina. Cogió una caja y observó con atención el punto donde sus dedos la tocaban. Vió así cómo el polvo que era su mano se fundía con el polvo que era la caja. Dirigió entonces los ojos a sus pies y vió como las zapatillas se fundían con las baldosas.

Todo, objetos, aire, agua, su cuerpo, se besaba. Nada estaba separado. El pequeño mundo de su piso, aquellas galaxias de luces y colores, estrellas de  vuelo lento y veloces cometas, estaban unidos. Cuando tomó conciencia del milagro que le era dado contemplar, le fue más fácil aceptar su pesadilla. Se sentía como una niña que aprendiese a andar con unas piernas que no había usado jamás.

El conocimiento no le restó tristeza, pero desvaneció la desesperación. Cogió la última galleta que quedaba en la caja y llenó un vaso con agua del grifo. O, más bien, con aquella cosa burbujeante que era ahora el agua. Sobrevivir, pensaba. A media mañana, sonó el teléfono y levantó el auricular. Era su madre, preocupada por tantos días de no saber de ella. Sollozos y lágrimas. Le pidió que le trajese comida.

Su madre la abrazó mientras le decía que, pasase lo que pasase, tendría solución: hay muchos médicos en el mundo. Pero ninguno supo curarla. Decenas de especialistas curiosos querían investigar su mal. Que si colirios, láser, análisis de sangre, mira hacia aquí, mira hacia allá. Pronto se cansó de  aquellas salas blancas donde nadie la miraba como si fuese humana.





Rentabilízalo, le sugirió una amiga de las pocas que no se asustaban de ella. Rentabilízalo. Sí. ¿Pero cómo? A menudo sucede, dijo la amiga, que tenemos en nuestras manos el mayor tesoro y pensamos que es el mayor problema. Tú tienes un don: puedes ver más allá que yo, que todos nosotros. Eres única.

¿Pero de dónde sacar valor cuando crees que eres una aberración?

Una mañana, decidió ir a ver al último doctor que la había visitado:
-He pensado que esta mi anomalía..
-Enfermedad, señorita, enfermedad.
-Pues esta enfermedad, doctor, querría ponerla al servicio de la humanidad.
-Que la rechazaría, asustada.
-Ya no temo este rechazo. Quiero ayudar a los otros... y a mí misma.
-¿Cómo?
-Hace tres años que voy de laboratorio en laboratorio y nadie es capaz de  curarme - El médico se movió, incómodo, en la silla. -No digo que sus esfuerzos hayan sido inútiles...
-Hemos podido aislar, conceptualizar, analizar y estamos en condiciones de  describir a la perfección en qué consiste su enfermedad.
-Lo sé. He viajado a  muchos congresos dónde he escuchado sus conceptualizaciones sobre mí.
-¿Te has cansado de viajar?
-Y de estar quieta, también.

A pesar de la distancia emocional que quería imponer, el doctor entendía que Mara no podía vivir aislada por siempre jamás. Tenía que salir a la calle y sentirse útil. Pero... ¿cómo integrar en la sociedad a alguien que veía el mundo a nivel atómico? Aquella enfermedad suya tan singular necesitaba un encaje también singular.

Era medianoche cuando el doctor encontró la respuesta. Por la mañana, no había desayunado aún cuando ya estaba llamando a un colega, le explicaba el caso y, al poco rato, quedaba decidido. Mara recibió la noticia con un desahogo y alegría inmensos. Por supuesto que aceptaba un trabajo en el Instituto de Investigación en Nanotecnología.
-El Instituto tiene un campus muy grande donde viven los trabajadores - explicó el doctor.
-Le estoy muy agradecida. No sabe cuánto.
-Su trabajo consistirá en hacer lo que hace tan bien: mirar átomos.
-¿Y ya está?
-La  nanotecnología es una aplicación científica muy nueva, que se dedica a  crear herramientas a  nivel atómico, por ejemplo pequeñísimos robots que pueden entrar en el cuerpo humano. También sustancias como el pintalabios que no mancha o la ropa que no se moja con la lluvia.
-Lo sé. Y que hay personas que están en contra de la nanotecnología, por los riesgos que conlleva.
-¿Entonces, acepta?
-Sí. Quiero ayudar a conocer los efectos positivos de esta ciencia y evitar los malos. Sí, acepto.

El Instituto se encargó de la mudanza y también de amueblar el estudio donde viviría. El primer día de trabajo, Mara se sentía como una niña pequeña que empieza el colegio. Había dormido muy bien y le gustaba su nuevo hogar, preparado bellamente para evitarle problemas de visión: amplio, con pocos objetos y de materiales que daban formas bien definidas. Fuera, el olor de  hierba fresca le hizo pensar que aquellas extensiones de materia ondulante eran césped.

Con hormigas en la barriga, Mara anduvo el corto camino que separaba el edificio de viviendas del Instituto. Llevaba el bastón blanco que se le había hecho imprescindible. Un chico, galante, le abrió la puerta de cristal y Mara se dirigió al mostrador de recepción. Buscaba al doctor Livingstone. Sí, habían quedado a las diez. Dos minutos después, la voz de un hombre se presentaba como el doctor Livingstone, le daba la mano y ahuyentaba las hormigas del estómago.





La tarea de Mara consistiría en ayudar a los investigadores en las manipulaciones de sustancias a nivel atómico. Les informaría de lo que veía. Así de sencillo. Participaría en creaciones únicas, entre gente genial que desde el primer día la miró con respeto y la tuvo por una valiosa colaboradora.

La atención que le mostraba el doctor Livingstone era la más exquisita. No sabía cómo era su cara, desdibujadas las facciones en un mar de átomos, pero  captaba su calidez. Tenía una figura alta, ancha y su aura mostraba a un hombre sereno, de vibraciones armónicas, con colores vivos en la cabeza, que emanaba  remolinos de energía.

La vida era sencilla para Mara. Trabajaba por la mañana y, después de comer, daba un largo paseo por los jardines del campus hasta el bosque, siguiendo un camino de arena que se estrechaba a medida que dejaba el césped. Le encantaba sumergirse en aquel magma de vida y verse una con el todo.

Su lugar predilecto era el sombrío Estanque de las Truchas. Una tarde en que jugaba a mover el agua con una rama, para deleitarse con el baile de los átomos, oyó un "crec" y se volvió. Confundida entre las burbujas de los árboles, vió una persona que la saludaba. Era la voz del doctor Livingstone.

Hablaron hasta que anocheció. Él le explicó su vida, la niñez en un país lejano y su llegada, aún un niño, a esta tierra. Cómo se había sentido un forastero, cómo se refugió en los estudios, su ciencia y el trabajo. Mara le contó cómo de repente vió el mundo de otro modo y rieron juntos de lo que jamás había pensado que podría bromear.

Volvieron también juntos y, en la puerta del estudio de Mara, él no pidió  entrar ni ella se lo propuso. Como si supiesen que no hacía falta, como si hiciese siglos que estaba escrito y no necesitase ratificarse.

A partir de aquel día, creció la complicidad entre ambos. Una mañana, trabajaban en un nuevo combustible para cohetes que debía conseguir el viejo sueño de salir del sistema solar. Mara observaba atenta el baile de átomos cuando, de repente, apareció un inesperado conjunto de puntos rojos, de aquel rojo encendido que tiene el oro en el nano-mundo. Y, movidos por una fuerza desconocida, tomaron la forma de una flor.

Sorprendida, levantó los ojos hacia dónde sabía que estaban los investigadores. Al otro lado del cristal, reconoció la figura inconfundible del doctor Livingstone. Asintió, con una sonrisa feliz, y entrevió, en el océano de  átomos que los separaban, que él también asentía.
-¿Qué hace el oro, en el combustible? - le preguntó, divertida.
-Catalizarlo. Como tú.

Hacer el amor con el doctor Livingstone fue la experiencia más impresionante del universo. De aquel universo que pronto surcaron cada vez más humanos, empujados por los descubrimientos de un forastero y una mujer ciega. Hacer el amor con el doctor Livingstone fue ver cómo dos cuerpos se hacen uno, cómo los átomos se fusionan, como estallan las estrellas. Y cómo crece el polvo mutante en la barriga de las mujeres.




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